miércoles, 18 de enero de 2012

Subida del Monte Carmelo (San Juan de la Cruz)



1. En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada 
estando ya mi casa sosegada.



2. A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.



3. En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.



4. Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.



5. ¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!



6. En mi pecho florido,
que entero para el solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.



7. El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.



8. Quedeme y olvideme,
el rostro recline sobre el Amado,
cesó todo y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.


(San Juan de la Cruz
Subida del monte Carmelo)

Reivindicación del noventayocho (Jacinto Herrero Esteban)

Reivindicación del noventayocho



jacinto herrero esteban



(Ávila soledad sonora)





Antonio Machado

Hace ya algún tiempo, Jorge del Arco se indignaba terriblemente ante la afirmación de Vicente Luis

Mora en El Cultural de El Mundo, por afirmar este último que había que enterrar a Machado.



Si Jorge del Arco hubiera leído con calma, hubiera visto que lo que pretendía decir Mora —y lo decía— era que, en este apogeo del icono y la tecnología mediática, la poesía había dejado de ser «palabra en el tiempo» como quería Machado, para ser palabra en el espacio. Nada, pues, de enterramientos al uso.



Pero podríamos hacer algunas acotaciones en cuanto al tiempo se refiere. No al tiempo histórico y mudable en cada ocasión e irrepetible a la vez, sino el tiempo vital, a la manera bergsoniana, y en ello Machado es buen discípulo de Bérgson. Por el contrario, referirnos a Campos de Castilla como antecedente de la poesía social y la más reciente de la experiencia, me parece un error palmario. 



Ni siquiera nieva en Soria como lo hacía en tiempos no tan remotos. Y, sin embargo, la nieve en los

caminos cumple en Machado con ese valor aislante de silencio y espera que es verdadero tiempo vital:



La nieve silenciosa.

La nieve sobre el campo y los caminos

Cayendo está como sobre una fosa.



(Campos de Soria, V)



Y ese silencio de los muertos —caer, fosa— se hace

espera de la vuelta del hijo:



La vieja mira al campo, cual si oyera

Pasos sobre la nieve. Nadie pasa.

Desierta la vecina carretera,

desierto el campo entorno de la casa (id.)



Todo cobra un matiz de angustia y torna en símbolos las palabras que parecían meramente representativas. Para Antonio Machado la repetición de los símbolos en sus poemas no le preocupa. En el poema El Hospicio, la nieve vuelve a jugar el significado de desvalimiento y angustia; unos ojos atónitos ven desde las ventanas



caer la blanca nieve sobre la tierra fría,

sobre la tierra fría la nieve silenciosa...



Incorpora aquí, además de los dos elementos anteriores —caer, fosa— dos reiteraciones: tierra fría y

nieve blanca, nieve silenciosa.



Quizá la idea de desvalimiento sea mayor en El Hospicio que en el fragmento de Campos de Soria, y más aún que en La venta de Cidones, enmarcada en una lírica narrativa.



 Ni siquiera aquí, en la proximidad a la narración en prosa, hay algo en que apoyar la poesía social o la de la experiencia.



Leer a un poeta lleva sus riesgos, y por ellos ha pasado la lectura sesgada de Machado. He tomado

dos ejemplos del poeta del noventayocho, no del modernista de su primera época, y podemos ver

cómo perdura el uso de los símbolos. Su poesía es una y la misma. A veces, reiterativa, pero aún viva. No hay que enterrarla.



En Antonio Machado encontramos también una lección necesaria para la poesía actual, su oficio

de escritor que le lleva a corregir y depurar lo ya intuido en un primer momento. Que la corrección

es necesaria podríamos afirmarlo a la vista de las múltiples correcciones que Ezra Pound hizo al

poema de T. S. Eliot La tierra baldía. Eliot recoge las correcciones y, como gesto de gratitud, dedica el poema a E. Pound il miglior fabbro (el mejor artesano, en palabras de Dante).



Antonio Machado ha conservado un borrador del soneto que dedicó a su padre. Tras unos tanteos

midiendo versos, parece que abandona el intento, pero anota la idea que iba a expresar en unas líneas

en prosa: «Ya soy más viejo que eras tú, padre mío, cuando me besabas. Pero en el recuerdo, soy también el niño que tú llevabas de la mano».



Y anota la fecha, 13 de marzo de 1916. Pasados ocho años, vuelve sobre el soneto; es el que comienza Esta luz de Sevilla (IV del apartado CLXV).



Ahora aquellas líneas informes se concentran en el último terceto. Los ojos del padre, desde un retrato, buscan dónde posarse:



Ya escapan de su ayer a su mañana;

ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,

piadosamente mi cabeza cana.



La superposición de la edad del hijo sobre la del padre logra esa ruptura del sistema de la que hablabaCarlos Bousoño. También Machado podría ser il miglior fabbro. Había aprendido, y mucho, del más artificioso poeta de nuestra lengua, Rubén Darío, ese hombre cosmopolita, mestizo y europeo que cruza por la tierra abulense por amor a una aldeana, Francisca Sánchez.



Rubén Darío

Creo haber hablado ya suficientemente en otro lugar —Ávila en el 98— de este episodio de la vida del nicaragüense. Pero es curioso que Navalsáuz pase a las páginas de España Contemporánea entre tantos acontecimientos, exposiciones, y grandes figuras políticas y literarias. ¿Lo pensaría como un homenaje a la tierra de Francisca Sánchez?



El capítulo se titula Fiesta Campesina, y lleva fecha de 18 de noviembre (supongo que de 1899, como en capítulos anteriores). El poeta viene de Madrid a Avila en tren. En la estación le esperan «mi invitante, en compañía de dos hijos suyos, robustos mocetones que tenían preparadas las caballerías consiguientes. No permanecí en la ciudad ni un solo momento. Fue  llegar, montar y partir».



Se habla del paisaje del camino, de «cerros oscuros, manchados de altos álamos y chatos piornos»; se habla de ventas harto pobres y vinillo de las villas del Barranco. Pasa la noche en la cocina de la venta al amor de la lumbre y, a la mañana, tras una taza de leche recién ordeñada, «estoy otra vez sobre mi asno». Es un viaje en burro, por tanto lento y espacioso. Y anota: «Hoy he visto, bajo el más puro azul del cielo, pasar algo de la dicha que Dios ha encerrado en el misterio de la naturaleza».



fotografía: JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ

Cuando comienzan la subida hasta la aldea, hay que llevar al asno del ronzal. Por fin están en Navazuelas. ¿Navazuelas ha escrito? Sí. Seguramente se trata de conocer a la familia de Francisca Sánchez y que aquella le conozca a él; pero en las páginas de España Contemporánea no interesa este motivo personal. Se trata, como dice en el título del capítulo, de describir una fiesta campesina, en un pueblo alejado «algunas leguas de la vieja ciudad de Santa Teresa». Recoge los ritos y las canciones de la fiesta, la comida y los dulces, para volver una vez acabada la fiesta a la

ciudad.



Navalsáuz es Navazuelas; la mitad del topónimo es idéntico: Nava. El resto se puede leer de derecha a izquierda, alternando las sílabas: el = e/1, as = sa, zu= uz.



El choque emocional que este mundo primitivo y pastoril ha producido en el poeta creo verlo reflejado en un poema harto artificioso y perfectamente trabado con sucesivas anáforas y encabalgamientos, que lleva por título La dulzura del ángelus.



El poeta, regresado de la fiesta campesina, puede dormir por fin en un hotel medianamente confortable. Está —es una opinión solamente— cerca de la catedral o alguna otra iglesia. En la mañana despierta al dolondón de las campanas. Es todavía una prolongación de aquel mundo primitivo que acaba de abandonar en la sierra. Un mundo provinciano y devoto que contrasta con su espíritu tentado por la carne y la increencia. Al final se abandona a la dulzura del momento:



La dulzura del ángelus matinal y divino

que diluyen ingenuas campanas provinciales,

en un aire inocente a fuerza de rosales,

de plegaria, de ensueño de virgen y de trino



de ruiseñor, opuesto todo al rudo destino

que no cree en Dios... El áureo ovillo vespertino

que la tarde devana tras opacos cristales

por tejer la inconsútil tela de nuestros males



todos hechos de carne y aromados de vino...

Y esta atroz amargura de no gustar de nada,

de no saber adónde dirigir nuestra prora



mientras el pobre esquife en la noche cerrada

va en las hostiles olas huérfano de la aurora...

(¡Oh, suaves campanas entre la madrugada!)



Esto es lo que dio de sí el paso del poeta por nuestra ciudad. Y no creo que conste su paso en los anales de Ávila.

Azorín

Y de Azorín, que tantas páginas dedicó a esta ciudad, ¿qué decir? ¿Hay alguna calle dedicada a él? Hay algo vivo en su prosa que difícilmente será igualada por otro autor alguno; su conocimiento minucioso de nuestros clásicos y nuestra tierra —Madrid, Valencia, Castilla...— Incluso cuando se equivoca, ha puesto tanta pasión y sensibilidad al tratar la obra y los autores, que produce en el lector un acercamiento cordial a ellos.



Tomemos, como ejemplo un fragmento de Lo fatal en el libro Castilla: son una glosa o aproximaciones a un soneto de Góngora: «Tiene don Luis de Góngora un extraño soneto en

que lo irreal se mezcla a lo misterioso: uno de esos sonetos del gran poeta en que parece que se entreabre un mundo de fantasmagoría, de ensueño y de dolor. El poeta habla de un ser a quien no nombra ni de quien nos da señas ningunas. Ese hombre de quien habla Góngora anda por el mundo, descaminado, peregrino, enfermo; no sale de las tinieblas, por ellas va pisando con pie incierto. Todo es confusión, inseguridad, para ese peregrino. De cuando en cuando da voces en vano. Otras veces, a lo largo de su misteriosa peregrinación, oye a lo lejos el latir de un can.



Repetido latir, si no vecino,

distinto oyó de can, siempre despierto...



¿Quién es ese hombre que el poeta ha pintado en sus versos? ¿Qué simbolismo angustioso, trágico, ha querido expresar Góngora al pintar a ese peregrino, lanzando voces en vano y escuchando el ladrido de ese perro lejano, siempre despierto? Una honda tristeza hay en el latir de esos perros lejanos, que en las horas de la noche, en las horas densas y herméticas de la madrugada, atraviesan por nuestro insomnio calenturiento, desasosegado, de enfermos; en esos ladridos casi imperceptibles, tenues, que los seres queridos que nos rodean, en esos momentos de angustia escuchan inquietos, íntimamente consternados, sin explicarse por qué».



¿No ha despertado en nosotros un interés ávido de lectura del soneto entero? Gracias a las palabras de Azorín buscamos este texto:



De un caminante enfermo que se enamoró

donde fue hospedado



Descaminado, enfermo, peregrino

en tenebrosa noche, con pie incierto

la confusión pisando del desierto,

voces en vano dio, pasos sin tino.



Repetido latir, si no vecino

distinto, oyó de can siempre despierto,

y en pastoral albergue mal cubierto

piedad halló, si no halló camino.



Salió el sol, y entre armiños escondida,

soñolienta beldad con dulce saña

salteó al no bien sano pasajero.



Pagará el hospedaje con la vida;

más le valiera errar en la montaña,

que morir de la suerte que yo muero.



Hoy conocemos algunos datos que pueden aclaramos el contenido, o, al menos, el motivo del poema. Estudiante en Salamanca, en el verano de 1593, Góngora estuvo gravemente enfermo. Tenía entonces 32 años. Según R. Espinosa, Alonso Martínez, amigo de la familia de Góngora, acogió a éste en su casa. Pudo enamorarse de la hija de su huésped. Perder la vida, morir, son encarecimientos de la pasión amorosa. El final lo revela cuando cambia el tono narrativo en tercera persona por el presente de indicativo en la primera: «que morir de la muerte que yo muero!» Este yo inesperado nos descubre el suceso que se oculta tras la alegoría pastoril: el pastoral albergue, el latir (ladrar) de los perros, el joven vagabundo y enfermo. Sabemos todo esto, y, sin embargo, estas palabras no nos urgirían a una relectura del poema, y las de Azorín sí. Ha devuelto al soneto la frescura y el misterio de lo que está recién creado. Hay una enorme simpatía con el autor.



En 1613, unos 20 años después de escrito el soneto, Góngora comienza la Soledad Primera recordando:



Pasos de un peregrino son errante

Cuantos me dictó versos dulce musa,

En soledad confusa.



¿Sería esta musa aquella beldad en «ropa de levantarse» como se decía entonces y que el poeta

recuerda «entre armiños escondida»?

Pío Baroja

De aquellos albergues pastoriles a las ventas de la novela picaresca hay gran distancia. Pero estas ventas son las que aparecen en Ciro Bayo y en Pío Baroja con un regusto acre y deliberadamente retro. En este tiempo nuestro del lenguaje políticamente correcto es un alivio leer a Don Pío. Hace ya 50 años de su muerte y nadie podrá llevarle ante jueces y abogados por agravios comparativos. De modo que no creo que los abulenses de Candeleda se sientan humillados por la visión paleolítica de una fiesta en el Santuario de Chilla. Se trata, claro está, de dos novelas; una de don Pío, La Dama errante, y otra de Ciro Bayo, El peregrino entretenido. De este último y de su libro El lazarillo español decía Azorín que era en sus descripciones de «paisajes, pueblos viejos, mesones y

caminos españoles» más de fiar que las guías oficiales.



Tanto en la novela de Don Pío como en la de Ciro Bayo los avatares de los personajes son un trasunto del viaje de los dos autores y del hermano de Don Pío, Don Ricardo, cuyo relato es más vivo que el fingido en las dos novelas.



El protagonista y su hija en La Dama errante huyen de Madrid, tras el atentado contra los reyes en el día de su boda y tratan de pasar a Portugal. Los hermanos Baroja van a repetir ese mismo itinerario.



«Pasado mañana —dice Ricardo Baroja a los contertulios— a las dos de la mañana, salimos de

Madrid rumbo a la Sierra de Gredos. Llegaremos al monasterio de Yuste. El que quiera que nos siga. Pero nadie se decidió a cambiar el pavimento madrileño por la carretera».



Habían comprado un burro que atendía por Galán. Al salir de Madrid, «el burro levanta el hocico,

rebuzna, y, dando un corcovo, se derriba en el suelo, las cuatro herraduras al aire». El revolcón del burro es la primera aventura. Se suceden otras muchas fingidas y reales, pero el paisaje es verdadero: «al bajar una colina, apareció un pueblecito. Casas bajas dominadas por la torre negruzca de la iglesia. A nuestra derecha se alzaba la mole gris de la Peña de Almanzor, con los picachos cubiertos de nieve. A la izquierda la llanura se extendía hasta perderse de vista, esfumada en la bruma». La visión de la sierra en la Dama errante es más elaborada, no es espontánea, obedece a las exigencias del relato y al carácter sombrío del autor: «La sierra de Gredos se erguía a la derecha,

alta, inaccesible, como una inmensa muralla gris, sin un caserío, sin una mata, sin un árbol en sus laderas pedregosas ni en sus aristas pulidas, que brillaban al sol»... «A la izquierda, hacia abajo, brillaban al sol los campos verdes, surcados por las líneas oscuras de las lindes, los bosquecillos de los árboles frutales y los cerros cubiertos de jara y de carrascas».



En las dos descripciones, a derecha e izquierda se refleja un contraste evidente. En Don Pío, la sombría visión de la orilla derecha se suaviza en el lado izquierdo, señalando bosquecillos, campos verdes y árboles frutales.



Los viajeros de La Dama errante atraviesan, de mesón en posada y en ventas, Sotillo, La Adrada,

Piedralaves, Lanzahíta, Arenas, Candeleda, para pasar sin mucha precisión la raya de Portugal y llegar a Lisboa para embarcar hacia Londres.
 

Unamuno

Otro gran viajero, en este caso él mismo y no sus personajes de novela, frecuenta Gredos; es Unamuno.



«¡Ay que bien se estaba allí, en la riscosa cumbre de Gredos, columna dorsal de Castilla, junto a las

crestas que aserra el cielo, a más de dos kilómetros y medio sobre el ras del mar, viendo ponerse el sol —¡y qué puestas!— a nuestros pies, lejos de estas plazas, donde rompe el rumor de las luchas políticas del día!¡ Ay, qué bien se estaba allí almacenando sol y aire y serenidad y soledad! Pero hay que bajar, hay que bajar a estos llanos y valles en que se libra la batalla!



Hace una docena de años subí a Gredos, acaricié el Almanzor, almacené allí sol y ... coraje y empapé mi alma en la permanencia de las montañas. He vuelto a subir, con doce años más —a mi edad grave añadido a la cumbre de mi vida— y he vuelto a contemplar el mismo mundo».



Tenía 47 años la primera vez que subió y 59 —un grave añadido a su edad— la segunda.



Necesitaba aquella soledad para almacenar coraje que emplear en las luchas políticas el día, también las de la Universidad. No se trataba de hacer montañismo o senderismo a la usanza de hoy. Unamuno recuerda a Senancour y su célebre poema en prosa epistolar Obermann que en su carta VII decía: «No sabría daros una justa idea de este nuevo mundo (las cumbres de los Alpes) ni expresar la permanencia de las montañas en una lengua de las llanuras».



Pero Unamuno no es un romántico como Senancour, ni sus apuntes y anotaciones de viajes Por tierras de Portugal y España tienen que ver con el célebre y hoy olvidado Obermann.



Andanzas y visiones españolas es complemento del libro anteriormente citado. Aquí está la mejor prosa de Don Miguel. Su proximidad al mundo poético que él recogerá en su Cancionero y sus colecciones de sonetos De Fuerteventura a París, cuando pudo evadirse del destierro canario.



Porque él fue por encima de todo un poeta. Algo que ahora se le niega. En verdad se le niega el pan y la sal. Hablar de Unamuno no es políticamente correcto. Este nuestro tiempo es el de los lectores sin tiempo. Tampoco creo que si lo tuvieran leerían a nuestro recio vasco-castellano.



Pero quiero anotar, como cierre de todas estas divagaciones, una de las cumbres de la poesía de

don Miguel. Nadie ha sentido como él el dolor de la muerte de un niño y el dolor de la España que vivió.



En el soneto XCII de Fuerteventura a París: «En el entierro del niño Yago de Luna, muerto de meningitis tuberculosa, a los ocho meses de edad y enterrado en el cementerio parisiense de Pantin, el 14 de noviembre de 1924».



A un hijo de españoles arropamos

hoy en tierra francesa; el inocente

se apagó —¡feliz él!— sin que su mente

se abriese al mundo en que muriendo vamos.

A la pobre cajita sendos ramos

echamos de azucenas —el relente

llora sobre su huesa—, y al presente

de nuestra patria el pecho retornamos.

«Ante la vida cruel que le acechaba,

mejor es que se muera» —nos decía

su pobre padre, y con la voz temblaba;

era de otoño y bruma el triste día

y creí que enterramos —¡Dios callaba!—

tu porvenir sin luz, ¡España mía!



Y apostilla el propio Unamuno: «¡En mi vida olvidaré ese día en que fuimos a enterrar al pobre niño! Era uno de los días en que más me dolía España!».



Y ese dolor se expresa sin alharacas, sin adjetivos, con palabras comunes, en un lenguaje que ronda lo coloquial.



Si esto no le acredita a uno como buen poeta, es que, para los que lo niegan, la poesía debe de ser juego de palabras, logomaquias que ocultan un vacío.



Quizás el comienzo de toda la animadversión a la poética de Unamuno se deba a su actitud ante la

joven poesía de aquellos años, la que hoy llamamos generación del 27. La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, «quien siempre entendió bien poco en cuestiones de poesía», según opinión de Luis Cernuda, influyó en los nuevos poetas. Pero esto nos llevaría a tratar de otros asuntos.



Unamuno quedó ahí, como uno de los padres de nuestra poesía contemporánea, junto con Rubén, con Don Antonio. No hay una voz que deba olvidarse. Olvidemos, sí, la proclividad de dar por muertos a los que ignoramos.